CARAS Y LUGARES de AGNES VARDA y JR

 

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La última película de Agnes Varda, Caras y lugares, que irrumpió en las salas de cine a mediados de este año, es sencillamente hermosa. La obra póstuma de esta cineasta tan especial, amante de los viajes, el azar, el campo, la gente y el cine… logra, en esta pieza sencilla y poliédrica, a la vez que retratar la mirada sobre lo que nos hace únicos, mostrar que eso solo es posible porque nos antecede una historia más grande que nosotros. Somos únicos en tanto somos parte de los otros. Y por si eso fuera poco, por una especie de juego de prestidigitación, tan simple como poderoso, acaba ella misma, disuelta en el centro de la historia que nos ha querido contar.

La magia que produce recuerda al cuadro de las famosas Meninas de Velázquez: el efecto artístico logra que el ojo de la cineasta no mire desde un afuera, sino que se sitúe en el centro mismo de la narración… pero eso no tiene nada que ver con una autobiografía. Ella, Agnes, está inmersa en tanto que mirada. Su irremediable pérdida de visión fruto de su vejez, lejos de obnubilar su mirada, la eleva a su máxima potencia. Hermosa mostración de lo que Lacan llamó la extimidad.

Un hombre llama a la puerta de Agnes, se produce un encuentro y emprenden un viaje. JR, es un artista fotógrafo que se dedica a imprimir fotos de gran formato en superficies enormes. Agnes quiere hacer un documental. Así inician este trayecto moebiano que consiste en desarrollar la apuesta artística de JR en un contexto rural y hacer con esto una película. Se da por tanto una fusión: Varda y JR están ambos intrincados en las actividades artísticas de cada uno.  Salen al camino para documentar la acción que ellos mismos van a proponer a las personas con las que se van cruzando: retratar la cara de aquellos que cuentan sus vidas e imprimir las imágenes en superficies de todo tipo; desde las fachadas de las casas de los pueblos por donde transitan, pasando por los muros que conforman los cubículos de las fábricas, hasta pedazos gigantescos de hormigón abandonados frente al mar. La fotografía pues, no es anónima, está soportada en el contar de sus vidas y vinculada a su entorno, puesto que son ellos, Agnes y JR, cuales Don Quijote y Sancho Panza, los que van a su encuentro.

El arte es, por tanto, un hacer profundamente político. La acción artística es efímera y sin embrago, por un lapso de tiempo, logra invertir el orden del mundo, combate el anonimato al que el empuje del capitalismo nos arrastra irremediablemente. La desaparición del sujeto que empuja el auge del capitalismo, revela lo que ese mismo empuje pretende tapar: la muerte. Esta película, por tanto, también es un viaje que va al encuentro de la muerte, pero en tanto ésta es el sostén de la vida. Y por eso, porque Agnes de algún modo la mira de frente, con su pérdida de visión irrefrenable, logra hacer resonar lo esencial de lo que constituye la vida de los sujetos que van a retratar.

¿De qué va la película? Ambos, en varios pasajes de la película, sentados frente a un lago o el mar, nos ofrecen su silenciosa compañía. Y así, sin pretensiones metafísicas ni espirituales, sin grandilocuencias por lo vivido, ni amarguras por lo irremediablemente perdido, siguen su viaje, expectantes y vacíos, alegres, tristes y tranquilos, hablando sobre lo que, a su paso, les ofrecen las personas con las que se cruzan. Ni la vejez ni la juventud constituyen valores en sí mismos. El viaje concluye en la puerta de la casa de Jean-Luc Godard, amigo de hace mucho tiempo de Agnes. El genio no los recibe. Sin embargo, un intercambio de mensajes escritos en un cristal sella con este fracaso, un final que relanza una apuesta por seguir, porque ellos no importan, importa el cine.

La sencillez finalmente es la forma más sublime a la que puede aspirar cualquier manifestación artística. Y así, esta pequeña película, que cuenta una pequeña historia y habla de lo pequeños que somos, nos alumbra con la grandiosidad de lo efímero, y nos recuerda la potencia de los encuentros… que no es más que la posibilidad que nos ofrece la vida de poder ser tomados como otros por nosotros mismos, y que, aunque nada nos librará de nuestra desaparición, nos recuerda que en tanto ésta aun no se ha consumado, tenemos algo que transmitir y legar a los demás. Su sencilla fórmula es poderosa: arrasa con las lacras del sentido y el narcisismo y ofrece un brindis de lucha y resistencia contra la impotencia de un mundo extraño y demasiado humano.

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